8. La última Navidad.
"El amor es el difícil descubrimiento
de que hay algo más allá de uno mismo que es real".
(Iris Murdoch).
Si me conoces has de saber que mi fiesta favorita del año siempre ha sido la Navidad. Lo sigue siendo. A pesar de que se hayan convertido en fechas tan amargas, que cuando se aproximan, me empujan a un estado de malestar, melancolía y tristeza del que no soy capaz de salir y que nada tiene que ver con la ilusión y la alegría que siempre han provocado en mi estos días.
Nunca me he regido por opiniones ajenas. He preferido guiarme por mis impulsos y equivocarme, que ser una más en la masa que camina al mismo ritmo. Si la Navidad se ha ido convirtiendo en otra fiesta más, consumista y llena de adornos postulantes a la falacia de la felicidad... yo me he mantenido en mis principios de niñez. En la mirada de aquella niña pecosa y con coletas, que miraba al mundo con el corazón cargado de esperanzas y buenos deseos.
Era una niña noble, con una inocencia algo mayor que el resto de los niños que tenia a mi alrededor, algo tontorrona. Pero me gusta el haber podido guardar esa niña dentro de mi, a pesar de las muchas desolaciones que sufrí al sentirme incomprendida, pues era tan diferente a los demás que solía terminar siendo la rara. Pero de algún modo, cuando la realidad se pone tan abrupta y puta, que pareciera que no me va a dar tregua para respirar. Esa niña que aun soy, desde lo más profundo de mi personalidad, irrumpe con el coraje de su inocencia y sacude a todos mis demonios. Los internos y aquellos que son tan reales, que atemorizarían a cualquier soldado curtido en batalla. Solo la niña me salva, cuando el mundo de los adultos se convierte en una gran putada, la cual, no hay por donde meterla mano.
Así fue el 24 de diciembre en mi casa. Una gran putada. La semana antes la enfermedad y la muerte se habían cebado con mi familia. En la misma semana enterramos a dos personas muy importantes . Y después de aguantar el tirón siendo faro para quien a mi alrededor lo necesitó. Guardando mi dolor. Sonriendo. Contando anécdotas divertidas. Riéndome de mi misma y otras cosas, procurando poner un punto de positividad en las diferentes realidades de aquellos que vivimos el mismo acontecimiento. Llegó el momento de la gran caída de mis estados y el día 24 con el panorama que tenemos en mi núcleo familiar, me lo pasé metida en la cama llorando.
Sí. Así como lo lees. La mañana empezó con gritos y mal rollo. Once personas como el computó total para sentarnos a cenar, y no había modo de convencer a mi padre y a mi marido de que aunque solo fuera un rato, por los niños de la familia, había que hacer un esfuerzo y reunirnos. A tomar por culo. Colapsé. Toda mi resistencia se desvaneció y como si de un personaje de la literatura inglesa invadida por la melancolía del amor romántico se tratase... me abandoné al llanto y a la cobertera de mi cama.
Dentro de mi cápsula de desesperación lloré hasta que me di cuenta que nadie se muere por desearlo. Y superado el primer estado, me enfrenté al siguiente, sentirme culpable por ser débil, y a ese siguió el estado de querer remontar en balde para controlar todos los estados anímicos que estaban haciendo republica independiente en mi. Nada. No hubo manera. Aunque Lucy y los niños pasaban de vez en cuando intentando hacerme salir del dormitorio, no sirvió. Ni comida, ni hostias. Decidí que también tenia derecho a rendirme y punto.
Los podía escuchar desde el interior de mis infiernos, los escuchaba fuera discutiendo mientras organizaban los regalos que seguían sin envolver, la comida sin preparar... nada me hizo salir de ese estado, porque me había ido muy abajo. Ni siquiera el recuerdo de mi madre. Ese que me alienta cuando el papel de matriarca de este clan nuestro me queda demasiado grande, cuando me pueden y me engulle, su recuerdo me alienta a levantar y seguir peleando. Pero ese día era en vano. También soy ésta que narro, aunque quien me conoce vivaz y fuerte no me pueda imaginar en otra postura.
El caso es que al caer la noche y con la vista en cinemascope de lo inflamado que tenía los ojos. Me puse el saco de peluche gigante que me regaló mi hija las últimas navidades y me puse en pie. Mi hermana había cocinado toda la cena sola con la ayuda de los niños. Y para mi sorpresa mi marido había aceptado ir a cenar a casa de ella. Un día antes eso era un hito impensable, mientras Lucy le trataba de hacer entrar en razón. En aquel momento previo a la cena, solo faltaba convencer a mi padre que estaba atrincherado en su dormitorio. Eso lo hicieron las lágrimas de mi sobrino Daniel. Porque cuando se puso a llorarle al abuelo, preguntando por qué no quería ir a su casa a cenar que ellos habían preparado con cariño toda la cena porque la tita estaba mala. Éste cogió el andador, cagándose en Dios, en las navidades y en todos los que le dijimos algo en ese momento para fomentar su decisión y empezó a caminar para la casa de mi hermana. Así que yo me vi en la obligación de remangar toda mi melancolía y seguirlo con mi ukelele colgado al hombro. Sentía toda la apatía que un corazón roto puede cargar haciéndome de frenada. Quise salir corriendo en otra dirección, pero quién iba a cantar con mis sobrinos los villancicos... hacer que los niveladores permanecieran estables durante la cena entre los miembros adultos...
Me pregunto por qué las personas tenemos que hacer las cosas tan complicadas. Llevar las situaciones a ciertos niveles de tensión. Con las de formas que hay de afrontar un mismo acontecimiento y buscar sus posibilidades para el mayor bien de todos. Aun así, terminamos por elegir la opción más egoísta que casi siempre termina por joder a quienes no lo merecen. Así son nuestras relaciones familiares. O la mayoría de ellas. Pocas veces percatamos en que siempre hay una parte que renuncia al yo por el otro. Que cede mucho más en las diferentes situaciones que la vida y los acontecimientos nos ponen. Las personas no somos tan diferentes después de todo. Cambian los nombres y los lugares, pero las vivencias y las emociones son muy parecidas. Y solo valoramos ciertas cosas cuando ya no hay posibilidades de dar marcha atrás para recuperarlas.
No sé qué significa para ti la Navidad. Para mi siguen siendo esas fechas en que mi reloj emocional se puede volver a poner a cero. Recupero a mi niña interior y trato de recordar a los que ya no están. Mantener vivas las costumbres que un día me hicieron familia, junto a aquellos que formaron parte de mi vida y en la medida de mis posibilidades, pasarlas a los que van llegando. Nunca pedí ser el eslabón que me ha tocado ser dentro de la mía. No nos enseñan a ser la madre perfecta, ni existe el manual adecuado que te enseña a ser el punto de unión de los miembros de un hogar. A ser la fuerza de atracción gravitatoria de un núcleo familiar. El miembro respetado que lidera y al que siguen los demás. Yo solo sé reír cuando toca y hasta cuando me puede la tristeza y me revuelca en mis miserias.
Al ver la fotografía que sacó mi hija del momento en que los niños entraron y vieron todos los juguetes bajo el árbol de Navidad. No pude evitar pensar en que si esta fuese mi última Navidad, los míos me recordaran por como soy para ellos. Soy el miembro de nuestra familia que no se avergüenza de llorar delante de ellos, o de mostrar mis momentos de debilidad. También soy la prueba de que una persona se puede levantar cada día sin ser nada especial y seguir adelante. Ser el lugar donde por muy mal que estén las cosas, encuentran una sonrisa, aunque sea con los ojos hinchados de llorar un minuto antes. La persona que no les tiene en cuenta sus actos egoístas y que es capaz de vencer la timidez y hasta el sentido del ridículo cuando hay niños a los que animar, ya sea cantando, bailando, contando chistes o haciendo el caricato por los suelos.
Tengo una extraña sensación. No sé cómo valorarla aun. Siempre hay una última vez para alguien en momentos como estos de festejos familiares. No puedo saber si es por el halo de enfermedad y muerte que nos envuelve estos días. Pero mirando la fotografía y viéndonos a todos juntos, tengo esa extraña sensación de que esta imagen no se repetirá. Al experimentar esa sensación se me elevan los niveles de tristeza y no me lo puedo permitir. Porque aun me queda tiempo de servicio siendo la matriarca de esta familia. El peso de la leyes no escritas me cayó encima y me sentenció por un periodo que no alcanzo a conocer su magnitud.
Mi lugar en el mundo era ser Galerna. Porque por mi forma de ser soy un ejemplar difícil de acondicionar en un grupo. Pero mírame he terminado siendo faro que marca el limite del litoral, pura contradicción. Pero así son las cosas. Luego uno siempre tiene la opción de aceptar el cargo o dimitir y que salga el sol por Antequera. En mi caso particular cuando de mi familia se trata... yo mato... incluso cuando me toque a mi ser la muerta.
Estén siendo como sean tus días de fiesta, te deseo que sobrevivas a ellos de la mejor forma. Que seas capaz de sacar algo bueno del cómputo total. Si tienes la fortuna de ser parte de una familia medio normal, enhorabuena, porque te ha tocado la lotería. Y si no, bueno, jejeje... siempre cabe la posibilidad de pillar un pelotazo gordo que te tenga el plan zen (contentit@) hasta el año nuevo 😜.
A mí , la
ResponderEliminarnavidad ,
cada año
me carga
más , si
dejamos
a un lado
el consumismo
de mierrrda
que son ahora,
estás fiestas
son como
Halloween,
dirigidas a
niños, espero
que estés mejor.
La Navidad debería de ser para los niños. Más bien están siendo dirigidas dura y puramente al consumismo. A mí me revienta eso. Pero reconozco que es lo que merecemos por imbéciles y borregos.
EliminarSí, estoy mejor, ya sabes intentando sobrevivir a mis circunstancias 😉😋
Te mando un fuerte abrazo. Besos y abrazos. Vitaminas de amor.
ResponderEliminarSaludos
Los abrazos siempre son bien recibidos, hacen milagros por si mismos😉🤗
EliminarGracias. Un beso.